La reina estaba horrorizada al pensar en entregar a su amado hijo a este hombre extraño y, por lo tanto, trató de sobornarlo con todas las riquezas de su nuevo reino.
“No. Yo quiero lo que me prometiste. Todas las riquezas del mundo no se comparan con la recompensa de un ser viviente” dijo.
La reina sollozó amargamente y, como el hombrecito sintió compasión por ella, se paseó de un lado a otro de la habitación, mientras pensaba.
“Mmm… ¡Ya sé!” dijo finalmente, mientras hacia una mueca rara. “Te daré tres días. Si para el final del tercer día puedes adivinar cuál es mi nombre, dejaré que te quedes con tu hijo.”
La reina accedió inmediatamente y observó al hombrecito mientras salía de la habitación, tarareando su rara melodía.
Esa noche la reina pensó detenidamente en todos los nombres que había oído a lo largo de su vida. Recopiló nombres de los sirvientes de su castillo y envió mensajeros a buscar más nombres por todo el reino. Su lista creció y creció.