Por fin Sara cumplió sus quince años. “Bueno, ya tienes edad suficiente para hacer tu visita a la superficie”, dijo su padre un poco entristecido; “por favor ten cuidado porque te
quiero mucho”.
Sara abrazó a su padre y dijo “adiós”, luego nadó tan ligera como una burbuja hacia la superficie del agua. El sol se acababa de poner cuando levantó su cabeza por encima de las
olas; pero las nubes estaban pintadas de oro y carmesí, y a través de la tenue luz del crepúsculo resplandecía la estrella de Venus en toda su belleza. Un gran barco flotaba tranquilamente en la
distancia, con solo una vela levantada; no soplaba la brisa, y los marineros se sentaban a descansar en la cubierta o entre las velas. Había música y canciones a bordo y, al llegar la oscuridad, cien
faroles de colores se prendieron brillando hermosamente en la noche.
La sirenita nadó cerca a las ventanas de la cabina; de vez en cuando, cuando las olas la levantaban, podía ver a través de
los claros cristales de las ventanas, y veía en el interior varias personas bien vestidas. Había un joven príncipe entre ellos, el más apuesto de todos, con grandes ojos marrones; tenía dieciséis
años, y su cumpleaños era el motivo de toda la celebración.